Hoy ha saltado la noticia de la muerte de Bin Laden. Americanos orgullosos ondean sus banderas, Obama obtiene un nuevo soplo de popularidad y líderes de todo el mundo felicitan la actuación y buen hacer del gobierno norteamericano. Todos contentos.
Y yo me pregunto… ¿aquí que ha pasado?
En cuestión de horas, se han divulgado y, posteriormente, desmentido, imágenes del cadáver del archiconocido terrorista; otro gran ejemplo de cómo nuestros medios de comunicación son torpes, fáciles de engañar y trivialmente manipulables.
Y, por desgracia, nosotros reunimos también muchas de estas características. Dicen que estamos en la era de la información, aunque se podría decir más bien que estamos en la era de la sobredosis de información. Nos bombardean a información, día tras día, minuto a minuto. Cientos y cientos de noticias que no tenemos tiempo a digerir, por lo que nos parece notablemente más que aceptable que nos las den bien masticadas y, porqué no, «reflexionadas» de antemano. Así, los medios cada vez tienden a mostrarnos su opinión sobre los hechos prácticamente por encima de los propios hechos, y nosotros cada vez tendemos más a hacer de la opinión de otros la nuestra.
Lamentablemente, algo que podría parecer tan exagerado realmente no lo es tanto. Recuerdo no hace mucho, estando en casa de un amigo, cómo su hermana, de unos 17 años, al ver una noticia de Gadafi en el telediario, comentaba que «daba mucho miedo, y a ver si lo mataban ya». Y es que, como Orwell ya confabulaba en 1984, nosotros ya tenemos nuestros rincón del odio, nuestro propio Goldstein a quién odiar. Esos villanos, terribles y feos terroristas que aparecen por la televisión, de los que no conocemos más que lo que nos cuentan, pero que odiamos tanto. Esos terroristas que, curiosamente, meses antes negociaban con nuestros gobernadores, a los que compraban armas y estrechaban las manos con una sonrisa en la boca, esos terribles desalmados en los cuáles nuestros jefes de estado no repararon de su villanía por pura ¿ingenuidad?
Por esto mismo se me hace patético ver a norteamericanos celebrando la nueva, a los políticos felicitando la actuación estadounidense, a Obama ganando futuros votos por tal hazaña. Muchos la califican como «el triunfo de la libertad», pero a mí me lo parece más bien el de la estupidez.
En primer lugar, por la inconsistencia de las pruebas del hecho. No creo que sea una locura pensar que ésto no es más que una estrategia para que Obama vuelva a ganarse el respeto de su nación (respeto que ganó básicamente por su cara más que por sus acciones, sinceramente) pocos días después de haber anunciado que volvería a presentarse en las elecciones.
Y, por otro lado, no hay que dejar de margen que Bin Laden nunca ha dejado de ser en sí una caricatura para todos nosotros. Son 10 años de impacto mediático en la que nos han mostrado que debemos odiarle y temerle, mostrandonoslo como el causante de todo mal… y sin embargo, no dejan de ser curiosos los vínculos económicos que unen a la familia bin Laden con la del expresidente Bush (tanto hijo como padre), ni tampoco pasa desapercibido el curioso hecho de que los atentados del 11S desencadenasen la excusa perfecta para que Estados Unidos iniciase una guerra en la que, curiosamente, parece que el mayor interés no era la «venganza» – o justicia, como los medios se apresuran siempre a matizar -, sino el petroleo.
Sea como sea, aquí tenemos a un novel de la paz reivindicando el asesinato, aquí tenemos a todos nuestros políticos vitoreándolo, y aquí tenemos a todos los que se alegran de que ese hombre tan feo y malo haya muerto, y que se haya hecho justicia.
Lo importante es que odiemos a quienes nos digan que debemos odiar. Así podemos dejar que nuestros benevolentes políticos puedan seguir haciendo lo que mejor saben hacer: matar, robar y manipular a sus anchas.